lunes, 12 de julio de 2010

La cuerda floja y tirante (3)

- Vale, Leo, voy a casa, tengo que preparar una coreografía de salsa. Hablamos mañana.
- Espera, te acompaño.
- Como quieras.

Verónica apretó el puño y, por el tono de su respuesta, Leo intuyó que mejor callarse a soportar lo que venía después. Abrió la puerta del coche sin prestar atención ni a sus pensamientos. Arrancó y salió disparada de aquel parque que pedía a gritos que algún jardinero lo cuidase un poco. Todavía seguían presentes aquellas imágenes que se le sobrevenían a la cabeza como un volcán en plena erupción.

Leo permaneció callado, lo único que empezó a distraerle fue la visión de los pantalones tan cortos y ceñidos que llevaba Verónica. El movimiento de sus piernas mientras conducía empezó a ponerlo nervioso, pero pensó en permanecer quieto y controlar sus impulsos en una situación como aquella.

Verónica pidió a Leo que le acercara la botella pequeña de agua que tenía en la bolsa de baile. Estaba intentando sujetar bien el volante a la par que bebía de la botella, pero fue lo bastante difícil como para echarse parte del agua encima y mojarse la camiseta blanca sin tirantes que llevaba puesta. El calor de agosto lidiaba con su piel y el aceite que llevaba extendido estaba convirtiéndose en un sudor que exaltaba aún más la brillantez de sus curvas.

Leo se dio cuenta de que la camiseta de Verónica le ejercía presión en sus pechos, de modo que ella terminó por doblarse hacia abajo el elástico que dejaba entrever la redondez de sus senos. Él empezó a notar una cierta presión dentro de sus Hugo Boss.

- Vero –la miró intentando apaciguar su enfado. Intentó cogerle la mano pero ella se la denegó. Al observarlo de frente se percató del estado físico en el que estaba Leo y dentro del coche empezó a acumularse más calor de lo previsto.

- Dios, no puedo conducir bien- empezó a pensar Verónica- , y de un segundo muy angustioso pasó a un momento en el que lo único que le incomodaba eran las nuevas braguitas brasileñas que se había comprado. Ya las había mojado.

Verónica aparcó el coche en el garaje de su casa– la casa rural de Valencia la dejaba para los fines de semana que quería escapar de Madrid-.

Sacó la llave con las manos sudorosas, pero Leo la agarró de la muñeca, se subió encima de sus piernas y con su miembro muy lubricado empezó a juguetear con el pantalón corto de Verónica, sin dejar a esta más que la sorpresa de empezar a suspirar. Rápidamente frotó la punta de este por fuera de sus braguitas y a saborear sus pechos entre cortos besos.

Sin esperar más tiempo, Verónica se saltó todos los preliminares y separó a Leo de un salto, lo sacó del coche casi arrancándole el brazo y lo dirigió hacia el maletero, donde con el pantalón a media rodilla, dio media vuelta y le pidió que la penetrara con fuerza.  Verónica apoyó sus brazos en la puerta del maletero y curvando su culo hacia atrás empezó a morderse el labio inferior.

Leo la agarró de las caderas y comenzó a moverse intensamente hacia delante y atrás. Luego, empezó a meter sus dedos.

El garaje daba sensación de sauna. Leo quería estar dentro de Verónica, sin saber si castigarla o rendirse ante ella. En aquellos momentos la deseaba como nunca, así que la subió al maletero, la puso frente a él y colocó, sin cuidar sus movimientos, las piernas de ella encima de sus hombros.

Seguidamente posó sus labios en el clítoris de ella, los acarició con la pasión de un loco saboreando toda su feminidad, con la fiereza de quién sucumbe al mayor placer de todos.

Después levantó su pierna derecha e introdujo, de nuevo, su miembro. Verónica le hincó las uñas en las muñecas y gritó a su oído:

-    Quiero que me dejes sorda cuando te corras.

Lo agarró de la cintura, y esta vez fue ella quien empezó a mover sus caderas y a llevarlo contra sí como si quisiera atravesar su cuerpo.

En la fracción de un mismo segundo gritaron a la vez. Se miraron, se perdieron el uno en el otro. Se sintieron desconocidos sin saber por qué, y conocidos de muchas vidas, por no necesitar nada más que aquel momento para vivir, simples miradas.  Y entonces el garaje quedó en silencio.

El corazón de Leo quedó en paz. Besó suavemente los labios de ella, secos de la sed. Verónica se levantó sin más, cogió su ropa interior y con una mirada confusa, dijo:

-    Prepararé un baño. 

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