miércoles, 4 de noviembre de 2009

La tercera piedra


1

Me tiraron la primera piedra. Me tiraron la segunda. Y aunque creí que la tercera no debía llegar, me tiraron la tercera piedra el 23 de Marzo de un año que da igual mencionar.

Cuando crees que la cuerda no puede estirarse más, te das cuenta de que si tiras un poco más, no se rompe, maldita sea. Y así fue todo.

Mi corazón está ocupado a cada momento por quien preside mis más profundas inspiraciones: Marcos. Pero él no fue el único que debía aparecer. Y Luís me abrió la puerta el 23 de Marzo. Y ya digo que el año no importa.


Aquel día me incorporaba a trabajar en la editorial de la revista “La mente humana” como redactora. Otra más. Me encargaba especialmente de artículos de opinión y reflexiones ya que, como indica su nombre, es una revista de psicología. Lo único que tenía que hacer es darle un respiro a los lectores con alguna historieta o microrrelato, eso sí, tenía que ser algo con mucho fondo, una historia complicada, porque los lectores de esa revista son, en general, personas que han sufrido mucho o necesitan sentirse comprendidos con vivencias similares a las suyas.


Directamente me subieron arriba, a la tercera planta, junto con el resto de redactores. Pero cuando llegué me vi obligada a esperar en la cocina, porque el señor director no había llegado, ni sus socios, ni nada. Los españoles siempre tendrán fama de vagos. Si vivieran en China...

Estuve esperando unos veinte minutos en la cocina con el chico que me abrió la puerta, Luís. Se ve que por las pintas era diseñador, o cualquier otro aspecto relacionado a la materia. Y no me equivoqué. Tenía un acento raro. El énfasis asesino que ponía en las “eles” era una predilección mía para reconocerlo catalán. Tienen una elegancia en sus formas que siempre me resultarán llamativas.

Luís tenía una de esas caras peculiares. No supe como abarcarla hasta que conseguí sentirme a gusto con su mirada. Las cosas sencillas, desde bajar a la cocina a tomar uno de esos irremediables cafés que mi vicio no me permite prohibir, hasta las cosas complicadas, como las conversaciones que siempre van tomando una forma a veces intuitiva, eran el plato de un nuevo chef cada día.

Cuando nos encontrábamos, sus manos siempre estaban puestas sobre el poyete de la cocina, y siempre estaba rígido en su cometido de estatua. A veces movía de forma descarada los brazos para ocultar que le temblaban igual que un edificio a punto de derrumbarse. O si no, los cruzaba entre sí con gesto de atención.

La mirada siempre se quedaba atrapada en mis historias. Ni un parpadeo-y si lo hubiese habido, no lo he visto-, ni el apartar los ojos, ni pestañear. Cuando yo contaba cualquier cosa, la cabeza parecía moverse hacia un lado mientras los ojos cambiaban, como tomando vida propia, a rosa, azul, verde, amarillo, negro...Había un arcoiris indescifrable en cada pensamiento suyo, y todo eran líneas cruzadas de confusiones en una mente destartalada.

En una de esas ocasiones estaba diciéndome lo que odiaba tener que cambiar sus planes por una chica, o asentarse en una ciudad para arruinar su carrera profesional en favor a lo que conlleva establecerse emocionalmente. Y fue curioso que mientras lo decía, sus ojos empezaron a cambiar a gris sin dejar de mirarme ,esperando algo, deseando una palabra más, una contestación contradictoria. Sí, su mirada era la última carta de esperanza que le quedaba.

Al salir de la cocina, todo era trabajo y pérdidas de neuronas. Y digo lo de pérdidas, porque a veces me venían chispazos suyos como lava ardiendo.

Al cabo de un mes, mi trabajo ya fluía con más soltura en la editorial. Me miraron un poco raro cuando entregué los primeros relatos que irían en la sección de historias, pero al cabo de 3 entregas entendieron mi estilo y mi forma de trabajar. Al fin y al cabo, qué es un escritor sino una caja con un compendio de cosas que forjan un sentido y un significado a todo.

El jefe siempre me pedía muchos cambios en las historias, desde nimios detalles a grandes modificaciones en el contenido, pero siempre a favor del lector. Él tenía una visión más global de lo que representaría un relato para el público aficionado. Y reconozco que a veces el trabajo de los redactores puede ser complicado, pues crear ideas supone un orden y aislamiento del resto, incluso de los intereses del cliente.

En esos días yo iba al trabajo con otra cara. Bajaba mucho más a por café, estaba todo el día repiqueteando con el boli en la mesa en vez de estar tecleando en el ordenador, como dios manda. Sumando a todo eso que los jefes me pedían algo y luego estaba haciendo mil preguntas.

Las vueltas a casa con Luís eran un tintineo del tren y un revuelo de conversaciones alrededor de nosotros. Ya había pasado un mes. Nuestras risas habían callado, y las palabras parecía habérselas tragado el viento. De vez en cuando Luis soltaba algo entre diez y diez minutos para no hacer un funeral de la penitencia que llevábamos por dentro. Yo le acompañaba con una respuesta, pero era tan corta que mi frialdad no dejaba espacio a la imaginación. Respirábamos un aire contaminado de indignación, pero sobre todo, de contención. Siempre se me venía Marcos a la cabeza, y recuerdo que cuando me despedía de Luís en el tren, todos los días volvía a casa de mala leche.

Marcos solía llamarme varias veces al día. Después de comer y por la noche. No teníamos un horario establecido, y había ocasiones en que hablábamos más. Siempre, al colgar nos decíamos, “Te Amo”, pero yo en ese último mes intentaba evitarlo. A veces seguíamos pareciendo esa pareja empalagosa que por teléfono solo faltaba que se echasen sobres de azúcar. Siempre tenía en mente sus ojos del color del campo con vetas que simulaban los reflejos de las palmeras. Una tonalidad verde difícil de olvidar para todo aquel que se atreviese a mirarlo directamente a los ojos. Su pelo caía discretamente por debajo de sus orejas, con un azabache que rompía el espesor de un bosque recóndito.

Días después, mi actitud era la de llegar a casa, coger bolso y salir al momento, después de largas duchas de 40 minutos y salir vestida como un pincel. Siempre quedaba con Luís en el mismo restaurante cercano a su casa. Ahora no recuerdo bien, pero nunca me cansaba de hablarle, a veces hasta se dilucidaban miradas pretenciosas entre mis gestos, deseos presuntuosos entre mis palabras, y ladridos callados de deseo. Todo un volcán de lava ardiendo por dentro-ya lo he dicho antes-. Cerca de las doce y media de la noche, siempre recibía una llamada, la rutina era salir del restaurante, y volver a entrar al cabo de los minutos derrotada y cortada en mil partes. Pero yo podía aguantar eso y mucho más –o así lo creía-.

Un mes después, me marché de la editorial a trabajar en una más cercana a mi casa. Me salió la oportunidad y estaba deseando cogerla. Esta nueva no tenía tanto prestigio, pero el salario era mayor, y por decir otra cosa negativa, la plantilla de trabajadores era más aislada. Tenían cara de pocos amigos. Pero al menos podía tener el interior en paz. Porque aunque mi mente no estaba clara, lo único que sabía con certeza era que tenía que estar alejada de aquella editorial y de todo lo que ello conllevaba.

Al cabo de cinco días, dejé de recibir llamadas, empecé a no comer, a no salir; a coger fiebre, a tener una infección seborreica en el cuero cabelludo y otra bucal. Por si fuera poco, tenía los ojos más hinchados que una rana, y abrirlos cada mañana era arrancarme las tripas de cuajo. El último mensaje de amor de Marcos fue hace dos meses, a las 02:34 de una de las madrugadas: “Descansa. Al final del camino te estaré esperando. Siempre. El Alma no puede renunciar a eso. Eres constituyente de ella.”

Ahora, lo único que sé es que ha dejado de Amarme, que yo no soy Ella, su Ella, que todo ha sido una ilusión, que jamás fuimos el uno para el otro. Aparte de esto, no sé nada más, ni cómo ha ocurrido todo en su mente, ni qué ocurrirá en la mía a partir de ahora. Marcos, a pesar de todo, es mi vida entera, y acabo de perderla.

2

La peor de las sensaciones no es encontrar las sombras, sino el vacío. Eso es justo lo que se ve cuando has luchado como nadie en el frente, cuando al final alguien se te acerca, te clava un puñal y te susurra al oído: -esta no era tu guerra-.

Luego, resulta que no estás muerto, pero tienes que levantarte y taparte la sangre tú solo, para que nadie la vea. Este lugar no está hecho para perdedores. Solo para vivos y muertos. Los que están en el suelo no valen para nada. Eso aprendí, para la vida, vivir es lo toca. Sufrir es un lujo demasiado caro.


Pasé cinco meses yendo y viniendo de trabajar. Con llamadas perdidas en el móvil, con correos electrónicos desafiantes, con mensajes de Marcos en los que solo se interesaba porque fuésemos amigos, y algún que otro mensaje de Luís. Él ,sencillamente, se limitó a darme espacio.


Un jueves noche, mientras paseaba por un parquecito colindante a mi casa, encontré a Luís sentado mientras le daba las últimas caladas a su cigarro. Él no solía pasear nunca por ese parque, aunque vivía próximo a mi zona. Así que me limité a observarlo, ya que no llegó a percatarse de mi presencia. Estaba mirando hacia la punta de sus Converse gastadas mientras alejaba con el pie el cigarro apagado momento antes. Su idea era encender otro – lo sabía-, pero se levantó y empezó a caminar de un lado a otro con una rapidez difícil de seguir. Empecé a ir tras él, aunque sin saber para qué exactamente.

Pero de pronto mi móvil vibró dentro del bolso. Y abrí el mensaje: “A los tres meses de nacer, tuve un accidente en el que morí y volví a la vida. Siempre he tenido la sensación de percibir más allá de lo que los demás pueden. Ojalá tuviese miedo a la muerte, pero no la tengo. No temo, prácticamente a nada, porque sé que me traje algo del otro lado que me da tranquilidad frente a las tragedias del mundo mortal; un conocimiento que no recuerdo pero que está impreso en mí. Poco tiempo después de entender esto te conocí, y no sabes cuánto ansío hacerlo más y más, descubrir parte de ello junto a ti, Andrea. No tengo voluntad para pedírtelo, solo espero volver a saber de ti algún día. No me lo niegues, Andrea.”

Guardé el móvil en el bolso y di unos pasos atrás para salir corriendo en dirección contraria. Corrí tanto que no pude ser consciente de la velocidad hasta que las lágrimas, por más que salían, no tardaban en secar.

Tardé dos minutos en abrir mi portal y subir directa a mi habitación. Empecé a hiperventilar y tuve que sentarme un rato. Con la velocidad de un rayo hice las maletas como pude, llenándolas enteras de todo lo que tenía en mi habitación. Después, dejé la casa. No tuve tiempo de explicar a los compañeros de piso lo sucedido, aunque como los conocía de tan solo dos meses, seguro que se olvidarían de mí en unos días. Dejé un post it, y les avisé de que pagaría el alquiler hasta que encontrasen nuevo inquilino.

Mi cabeza era un revuelo de confusiones, pero necesitaba coger un tren. La cuestión era ¿adónde? Cuando llegué a la estación no sabía si Valencia o Barcelona. Tenía lo suficiente ahorrado, y mientras pasaba allí una semana, podría decidir mi futuro, buscar nuevo trabajo, etc.

Me decidí por coger el tren de las 20:00 horas a Barcelona. En realidad mi sueño era pasar allí una temporada, aunque llevaba el corazón lleno de miedo y la soledad en tres maletas con ropa.

Durante el camino en tren las ideas comenzaron a descolocarme la mente y sin darme cuenta me cayeron gotas de sudor por la frente, los brazos empezaron a tener tembleques y no conseguía tener las manos quietas. Caí en un sueño profundo, pero seguía en ese estado en el que no dejas de pensar un momento en todo lo ocurrido: Marcos se marchó de mi vida con tan solo un “creí que eras ella”, Luís no dejaba de atenazar mi mente, y por qué no decirlo, mi corazón. Estaba en un estado en el que, a pesar de que siempre lo he negado, uno es capaz de estar enamorado de dos personas a la vez. No sabes definir en qué momento un sentimiento comienza y el otro sigue ahí. Lo único que podía saber era que amaba a Marcos de una forma criminal, libre y desgarradora; que aunque todo había fallado, nunca dejé un solo instante de sentirlo hincado en mi sexo, marcado en mis entrañas como un símbolo perenne e intocable. Vivo en mi alma. Así tuve que aceptarlo una y otra vez, hasta levantarme cada mañana con el suficiente coraje para vivir.

Y Luís…Con Luís “apaga y vámonos”. Desde luego nunca fue mi prototipo de hombre ideal, no tenía ese aire romántico y bohemio que siempre me ha despertado un interés especial en los hombres. Pero tenía una cosa, una sola cosa que me llamaba la atención sobre todas ellas: el poder de ver en él ese instinto oscuro, arraigado y demoníaco que hacían de nuestras miradas un inframundo de conexiones e hilos anudados. Éramos el elixir y el único recipiente que aguantaba tal compuesto químico. Sin duda, la mezcla perfecta de misterio y drama.

Justo cuando llevaba más de treinta minutos dormida y con todas las preocupaciones que se me venían encima, di un salto brusco y me puse de pie en un santiamén. Estaba en mi habitación, con las maletas sacadas encima de la cama. Y mis compañeros de piso empezaron a tocar a la puerta para ver si me encontraba bien. Los nervios se me aplacaron solos, instantes después me dejé caer en la cama, y sonreí. Aunque sea muy difícil, siempre tienes un motivo para alegrarte de algo . No me había ido a ningún sitio. Estaba donde quería estar.

Habían pasado tres semanas cuando llamé a Luís para tomar unas copas en un lounge céntrico de la gran ciudad. Las cosas en mi mente seguían igual que antes, no puedes cambiar al corazón, tan solo entenderlo.

Esa noche besé a Luís. La plaza de Colón estaba llena de luces, y las vistas, que tan solo eran coches y humo, no dejaban de parecer un mar inmenso e indefinido.

Cogí mi abrigo, miré a Luís y tan solo dije: “The show must go on”.

Caminé, y Luís sonrió de lejos. El tiempo hizo todo lo demás.


Copyright©Marina Navas/ Todos los derechos reservados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario